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jueves, 24 de junio de 2010

El patito feo de Nancy Madore


El patito feo

Érase una vez una familia que tenía cinco hijas. Las cuatro hijas mayores eran excepcionalmente bellas, pero la más joven era, en cambio, poco agraciada, con huesos largos y facciones más bien imperfectas. Por ello, sus hermanas le tomaban el pelo continuamente e incluso sus padres hacían poco por disimular su desaprobación, lamentando abiertamente haber tenido tal hija y preguntándose qué iban a hacer con ella.

Todos la criticaban sin descanso, diciendo cosas como: «Si comieses un poquito menos a lo mejor parecerías más fina». Aunque no comía más que las otras. O «si te pusieras limón en el pelo no tendría ese color tan soso».

En realidad, la desafortunada niña se iba a la cama con hambre y se ponía litros de limón en el pelo, pero nada parecía funcionar. Siempre le encontraban alguna falta.

La gente del pueblo no era diferente de su familia. Se metían con ella y la criticaban sin compasión. Por fin, acabaron por llamarla «el patito feo».

Según pasaba el tiempo, las cuatro hermanas mayores se hacían cada vez más guapas. Y cuanto más guapas eran, más arrogantes e insensibles. Pero el patito feo se volvió más generosa y buena cada día y, a pesar de que seguían metiéndose con ella, todas las hermanas preferían su compañía a la de las demás.

Las chicas pronto se convirtieron en mujeres.

La mayor de las cinco era bellísima y pensó: «¿Para qué voy a seguir estudiando si puedo ganarme la vida dejando que los hombres admiren mi belleza?».

Porque en esos días las mujeres podían ganar enormes sumas de dinero por mostrar abierta y explícitamente su belleza a hombres que valoraban a las mujeres sólo por eso. De modo que la hija mayor se marchó de casa teniendo como única arma su belleza.

La segunda hermana también era muy bella y pensó: «¿Para qué voy a esforzarme si los hombres me encuentran tan atractiva que están dispuestos a hacer cualquier cosa por mí?».

De modo que se marchó de casa, pensando que iba a ganar una fortuna gracias a la generosidad de sus admiradores masculinos.

La tercera hermana nunca tuvo oportunidad de formular un plan porque intervino el destino y se casó con el joven cuyo hijo estaba esperando.

La cuarta pensó: «¿Para qué quiero a los hombres cuando soy más bella que todas mis hermanas juntas?». Y decidió hacer una fortuna mayor que las demás sin tener que humillarse ante los hombres. Con mucha confianza en su belleza, decidió que lo suyo era dedicarse a algo reservado exclusivamente a las mujeres más guapas: ser modelo profesional.

La hermana pequeña, el patito feo, sabía que ella no podría ganarse la vida con su cara bonita, de modo que decidió proseguir con su educación. Se marchó de casa y se matriculó en una universidad lejos de los prejuicios de su pueblo. Tuvo la gran suerte de alquilar una casita cerca del campus y empezó una nueva vida.

Por supuesto, nuestro patito feo se lanzó a la vida académica como… pato en el agua. Disfrutaba inmensamente de sus estudios y la gente con la que se relacionaba jamás se fijaba en su aspecto físico porque valoraban otras cualidades que poseía.

Sin los constantes recordatorios sobre su falta de belleza, pronto empezó a tener confianza en sí misma y se sintió más feliz que nunca en toda su vida.

Una tarde de primavera, mientras el patito feo descansaba a la sombra de un árbol en su pequeño jardín leyendo un libro, apareció una sombra sobre ella. Y cuando levantó la mirada, se encontró con la criatura más hermosa que había visto jamás.

Era un hombre bien formado, moreno, de ojos azules… y le estaba sonriendo. Pensando que era una aparición, quizá un personaje de la novela romántica que estaba leyendo, al principio lo miró sin decir nada. Viendo su cara de sorpresa, el joven le habló en tono amistoso para explicar que pasaba por allí en dirección a un lago cercano para darse un baño. ¡Y, aparentemente, la única manera de llegar al lago era metiéndose en su casa!

El patito feo reconoció al joven como uno de los estudiantes de la facultad y, encantada, le dijo que podía pasar por allí cuando quisiera porque no la molestaba en absoluto.

Pero el joven no se movió. Le preguntó qué libro estaba leyendo, qué estudiaba en la universidad, de dónde era… y otras cosas que ningún otro hombre le había preguntado nunca.

Los ojos del patito feo brillaban de felicidad mientras hablaba con su nuevo amigo pero, de repente, imágenes de sus hermanas aparecieron en su cabeza. Entonces recordó que era fea y se avergonzó de que aquel chico tan guapo estuviera mirándola. Nerviosa, se levantó y, murmurando una torpe excusa, volvió al interior de la casa.

Mientras lo veía alejarse hacia el lago, tan alto, con aquellos hombros tan anchos… deseó por enésima vez ser tan guapa como sus hermanas. Pero eso nunca podría ser.

Al día siguiente, el joven volvió a pasar por su jardín en dirección al lago y, de nuevo, el día después. En todas la ocasiones se paraba un momento para charlar con ella y, poco a poco, el patito feo fue olvidando su vergüenza. A veces se encontraban en el campus y le alegraba la tarde que la llamase por su nombre.

Un día, el joven le preguntó si quería ir a nadar con él. Ella declinó la invitación porque le daba vergüenza su cuerpo, pero desde aquel día sintió la tentación de hacerlo. Muchas veces se preguntaba cómo sería ir a nadar con su guapo amigo… como hacían otras chicas que no se sentían avergonzadas de su figura.

Una mañana, el patito feo se levantó muy temprano y fue al lago en camisón. Se decía a sí misma que sólo iba a ver el famoso lago, pero cuando llegó allí descubrió que era más hermoso de lo que había imaginado. Entonces miró alrededor, mordiéndose los labios. Nadie podía verla a esa hora de la mañana, pensó. Nadaría un rato y luego volvería a casa.

Antes de que pudiera detenerse a sí misma, nuestro patito se quitó el camisón y se tiró al agua de cabeza.

Riendo, nadó felizmente de un lado a otro. El agua era como seda sobre su piel. Cuando se cansó de nadar, flotó boca arriba, mirando las nubes que se deslizaban por el cielo azul. Ocupada de esta forma, se olvidó por completo del tiempo…

Y no se dio cuenta de que alguien se había tirado al agua hasta que lo oyó nadar a su lado. ¿Sería su guapo amigo?, pensó, muerta de miedo. Esperaba que no hubiese abierto los ojos debajo del agua…

¿Y cómo demonios iba a salir del lago para ponerse el camisón?

Por fin, él sacó la cabeza. Tenía una gran sonrisa en los labios.

—Siempre me habías parecido una chica muy especial… pero jamás soñé que tuvieses tanto valor.

¡De modo que había abierto los ojos debajo del agua! El patito feo se quedó tan horrorizada que sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero cuando el joven se acercó vio que llevaba algo en la mano. Era su bañador.

—Ahora estamos iguales —dijo, riendo.

Luego, para su sorpresa, el joven se acercó un poco más y le dio un beso en los labios.

En el tumulto del primer beso, nuestro patito feo se olvidó de que era fea y le echó los brazos al cuello, con toda la pasión de la que era capaz. Se dio cuenta entonces de que se había enamorado del joven y se preguntó si habría adivinado él sus sentimientos.

El chico, como si hubiera leído sus pensamientos, la miró a los ojos y le confesó que también la amaba. Y luego volvió a besarla, una y otra vez. Ella le devolvió beso por beso, deseando que no parase nunca.

Pero, de repente, las caricias se volvieron más apasionadas. Ella descubrió que le encantaba apretar su cuerpo desnudo contra el cuerpo masculino. Se sentía mareada de felicidad, pero los besos eran cada vez más urgentes, las manos estaban por todas partes y… y ella no estaba preparada.

Dejando escapar un grito, se apartó. ¿Podía amarla de verdad aquel joven? ¡No pensaba dejar que nadie se aprovechara de ella, fea o no!

«Tengo que saber cuáles son sus intenciones», pensó. «Y si esas intenciones me resultan apetecibles».

—Voy a darme la vuelta para que te vistas —dijo el joven, sin dejar de sonreír—. ¿Me vas a esperar?

—Sí, te esperaré —le prometió ella.


—¡Pero si es nuestra querida y fea hermanita pequeña! —exclamaron sus cuatro hermanas alegremente.

—Siento llegar tarde. No sabéis cuánto me alegro de volver a veros.

—Estos años te han sentado bien —dijo su hermana mayor—. Nunca te había visto con mejor cara. Cuéntanos cómo te va.

El patito feo sonrió.

—Dudo que los detalles de mi vida os interesen, así que contadme vosotras. Vuestras vidas son más emocionantes —murmuró, poniéndose colorada porque acababa de recordar la maravillosa noche que había pasado con su querido esposo. Estaba segura de que, a pesar de su belleza, sus hermanas no podían haber experimentado nunca una felicidad como la suya.

—¡Emocionantes! —repitió la tercera hermana, con amargura—. Yo me aburro como una ostra.

—Por lo menos tú estás casada —dijo la segunda.

—¡Casada! ¡Encarcelada diría yo!

—¿No estás felizmente casada? —preguntó el patito feo, sorprendida.

—¿Te parezco feliz? —replicó su hermana, con lágrimas en los ojos.

Las cuatro la miraron, sorprendidas.

—Mi marido no me ha querido nunca. Cuando éramos jóvenes se sentía atraído por mi belleza, pero nada más. Sólo quería una cosa. Yo pensé que era afecto, pero no es así… tiene aventuras con unas y otras mientras yo me quedo en casa cuidando de los niños.

—Dios mío —murmuró la mayor—. Y yo pensé que tenía mala suerte.

—Yo daría lo que fuera por vivir tu vida.

—No, no lo harías. Pensé que iba a hacer fortuna mostrando mi belleza a los hombres, así que me convertí en una bailarina exótica. Creí que haciendo eso no me haría falta ir a la universidad y, al principio, gané mucho dinero. Pero esto sólo se puede hacer durante un tiempo —suspiró la hermana mayor—. Pronto empezaron a llegar chicas más jóvenes que yo y, a partir de ese momento, no he ganado mucho.

—Quizá —suspiró la infeliz casada sin ver la ironía— deberías haberte casado con uno de tus admiradores mientras aún eras joven.

—¡Entonces estaría como tú! —protestó ella—. Además, la mayoría de los hombres ya estaban casados. ¿Cómo iba a confiar en un hombre después de haber visto lo lujuriosos que son cuando están fuera de su casa?

—Eso es verdad —suspiró la segunda hermana, que se ganaba la vida vendiéndose aún más a los hombres que la primera—. Una vez que ves ese lado de los hombres no puedes volver a confiar en ellos. Y una vez que has vendido esa parte de ti misma, ya no te pretenden. Se convierte en una ocupación tediosa. Yo nunca he disfrutado estando con un hombre porque nunca ha sido como yo quería.

—Tú se lo has puesto muy fácil para que te trataran así —dijo la hermana casada—. Todas lo hemos hecho.

—Ah, ¿entonces es culpa nuestra que los hombres sean como son? ¿Por qué las mujeres siempre culpan a otras mujeres?

—Quizá porque estás dispuesta a hacer por dinero cosas por las que los hombres tendrían que esforzarse —replicó su hermana—. Las mujeres como yo intentan mejorar y son, de hecho, más de lo que merecen los hombres. Pero ellos no tienen que hacer ese esfuerzo porque pueden tener a las mujeres más bellas a su disposición… siempre que tengan dinero.

—Eso es verdad. La mayoría de mis clientes son viejos, gordos y feos.

—Esperan que nosotras seamos perfectas, en un mundo donde no existe la perfección. Los modelos son tan imposibles que ninguna mujer puede parecerse a ellos. Mientras tanto, los hombres se sientan y disfrutan del espectáculo. Ellos no tienen que preocuparse de su apariencia porque nadie se fija. Son invisibles.

Las cinco hermanas sonrieron con cierta tristeza.

—Pero yo he visto una foto tuya en la portada de una revista —intervino entonces el patito feo.

—Me da vergüenza esa fotografía —suspiró la segunda hermana—. Sé que soy una mujer guapa porque he dedicado toda mi vida a serlo. Pero eso no es suficiente para los diseñadores de moda o los editores de las revistas femeninas… ¡Revistas femeninas! Cómo las mujeres pueden leer esas revistas es algo inconcebible para mí.

—¿Por qué?

—Según el editor, debería pasar por el quirófano y, palabras textuales, dejar de comer si quería trabajar para ellos. Eso hice y, por fin, me eligieron para la portada. Pero incluso después de eso seguía sin ser suficientemente guapa y tuvieron que retocar la fotografía —añadió la joven, con lágrimas en los ojos—. Esa chica no soy yo, es un espectro… el mismo espectro que se muestra día a día a las mujeres para que sigan corriendo en pos de una perfección imposible. El mismo espectro que ha arruinado la vida de todas y cada una de nosotras.

Por alguna razón, este último comentario hizo que todas mirasen al patito feo.

—¿Qué tal te va la vida a ti? —le preguntó su hermana mayor.

—Pues… yo estoy muy satisfecha —contestó ella humildemente.

—Terminaste la carrera, ¿verdad?

—Sí, la terminé. Y me va muy bien… hago lo que me gusta, que es lo importante. Además, me casé.

—¡Vaya, al final todas teníamos que haber nacido feas! —exclamó la hermana casada.
—Estás celosa —la regañó la mayor.

—No creo que sea más feliz por ser poco agraciada —replicó el patito feo—. Pero yo no me apoyé en mi aspecto físico para ganarme la vida. Busqué lo que más me gustaba, me esforcé mucho para conseguirlo y lo logré. Eso es todo.

—¿Eso es todo?

—Vosotras habéis dejado que los hombres os usaran como objetos. Ganabais dinero, pero no lo suficiente, considerando que a cambio entregabais todo lo que teníais… lo único que teníais. Habéis hecho creer a los hombres que podían poseeros sólo con sacar la cartera. Y ahora que no sois tan jóvenes no tenéis nada.

Después de esto, no parecía haber mucho más que decir.


Por fin, el patito feo volvió a su casa, a su hogar, suspirando de alivio. Era tarde, pero había una lucecita encendida en la entrada y flores frescas en un jarrón del pasillo.

Sonriendo, subió al segundo piso y entró de puntillas en una habitación para besar a su hija recién nacida. Era preciosa… tan guapa como sus tías. Ella le enseñaría a disfrutar de su belleza, pero no a apoyarse en ella para ganarse la vida. No podía haber mayor error.

Dejó a su hija dormida en la cuna y entró en el dormitorio principal, cerrando los ojos un momento para respirar el aroma de la colonia de su marido. Las cortinas de la ventana se movían suavemente con la brisa mientras se desnudaba.

Él estaba despierto y, sin decir una palabra, la colocó entre sus brazos. Ella apoyó la cabeza en su hombro, sonriendo al notar que empezaba a acariciarla como hacía todas las noches.
* * *

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