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viernes, 4 de junio de 2010

Relato corto de Nancy Madore


Dejo este ralato de Nancy Madore porque es una escritora con un estilo similar al mío, en tanto el empleo de paralelismos cómicos con la realidad.

El lobo con piel de cordero

Siempre me he comportado como lo haría una señora. Y, por mis esfuerzos, me he llevado una recompensa. Siendo una señora he obtenido el respeto de los hombres y el de las mujeres que son mis colegas. Esto podría parecer una pequeña recompensa por las dificultades con las que una se encuentra para cumplir las expectativas, pero me ha satisfecho la mayoría de las veces. Pero, con el paso de los años, me fui dando cuenta de mis limitaciones y de la falta de nuevas oportunidades. Y un día me pregunté qué alternativas había.
Esto no quiere decir que lamente las decisiones que he tomado en la vida. De todos los estilos de vida que podría haber elegido como mujer, ése ha sido sin duda el más tolerable para mí. Pero no un día no pude dejar de preguntarme por qué son sólo mujeres las que tienen elecciones limitadas y barreras continuas.
¿Te has dado cuenta, por ejemplo, de que las mujeres con fuerte instinto maternal tienden a perder otros aspectos de su personalidad en cuanto tienen hijos? Abandonan sus carreras, dejan de arreglarse y se niegan a sí mismas su sexualidad. Por fin, las oportunidades profesionales o románticas desaparecen y se convierten en seres unidimensionales y aburridos para cualquiera que no lleve pañales.
Luego está la mujer que elige el estilo de vida profesional. Sus colegas no son tan tolerantes como los de las madres, no. Está en territorio peligroso y no puede ceder a sus tendencias menos sofisticadas para no parecer «poco profesional» y perder aquello por lo que ha trabajado. De modo que debe poner mucha atención en su forma de presentarse ante los demás. Si tiene hijos, se sentirá siempre culpable porque para tener éxito en su carrera será necesario olvidar instintos maternales que podrían ser considerados como una debilidad y poco profesionales por sus contemporáneos.
Pero el peor destino de todos es el de la mujer que elige el sexo como lo más importante de su vida. Aunque, normalmente, ésta no es una elección premeditada.
Aunque esta mujer parece ser admirada por los hombres, en realidad está muy sola porque ellos meramente la utilizan. Este tipo de mujer se muestra con poca ropa y se exhibe ante los hombres creyendo que su cuerpo es lo único que tiene, su única posibilidad de encontrar amor y seguridad. Se deja explotar por los hombres para terminar con nada, porque enfada a otras mujeres y alivia a los hombres de cualquier responsabilidad. A veces incluso pierde el derecho a esa parte maternal de sí misma porque los hombres no se lo permiten.
Los hombres, por supuesto, no tienen esas barreras. Y, sin embargo, son ellos los que parecen decididos a que las barreras de las mujeres sigan en pie. No sé por qué es así, ya que esto hace que las cosas sean casi tan incómodas para ellos como lo son para nosotras. Pero parece que estas barreras les ofrecen cierta seguridad. Los ayudan a definir a las mujeres en sus vidas. No es un plan a prueba de bomba, claro, pero funciona suficientemente bien y, supongo, en su opinión merece la pena.
Como ya he dicho, yo nunca he lamentado mi elección, sino haber tenido que elegir. Y aunque soy feliz como mujer, dentro de mis limitaciones, un día me pregunté cómo sería escapar temporalmente para vivir otra realidad.
Pero ¿cómo iba a escapar, incluso brevemente, sin arriesgarlo todo?
Lo pensé mucho durante años y me he di cuenta de que sólo había una respuesta. Tendría que convertirme temporalmente en otra mujer. Pero… ¿en quién?
Ésa era una pregunta importante porque, si de verdad iba a hacer la prueba, querría obtener el mayor placer de la experiencia.
Y, para mí, sólo había una persona que podía ayudarme a lograr mi objetivo.
Una noche, me acerqué a mi marido para hablar del tema… no directamente, claro. Eso habría sido una tontería. No quería asustarlo, pero necesitaba su participación y el beneficio de su experiencia. La ironía de la situación no se me escapaba y admito que eso me disgustaba un poco, pero no era el momento de enfadarme con mi marido sencillamente porque era un hombre y él podía vivir esas experiencias mientras a mí no me estaban permitidas.
Generalmente, tengo pocas dificultades para conseguir lo que quiero de mi marido. Es un hombre amable y bueno y, durante nuestra vida marital, he desarrollado un método de acercamiento. Es quizá un poco infantil, debo confesar, pero funciona tan bien que no me apetece buscar otro. Te contaré la estrategia ahora, por si acaso quieres probarla.
Cuando quiero algo de mi marido, primero cuestiono su amor por mí. Esto prepara el tono porque lo coloca en la posición de hacer una declaración que, en unos minutos, le daré la oportunidad de demostrar. Con tan ventajoso comienzo, parece casi imposible que una falle. Además, me encanta oírselo decir.
Luego le digo que quiero algo de él, pero siempre pregunto si lo haría antes de pedírselo. Generalmente, él contesta que sí… aunque a veces se lo piense un momento e incluso murmure un «si puedo» o algo parecido. Pero yo no le presto mucha atención. Lo importante es que, como muchos maridos, quiere complacerme, si puede.
En este caso en particular me daba no se qué decirle a mi marido lo que quería. Sabía que, al principio, le parecería desagradable, así que le advertí que sería difícil, pero insistiendo en la importancia que tenía para mí. Tan sentidas eran mis súplicas que mis ojos se llenaron de lágrimas. Preocupado, mi marido tomó mis manos y me aseguró fervientemente que haría todo lo posible para hacer realidad mi deseo. Teniéndolo así de comprometido, procedí:
—Mi deseo, querido marido, es conocer los detalles del encuentro sexual más excitante que hayas experimentado en tu vida.
Vi que su preocupación se convertía en sorpresa. Y luego se echó a reír. Supongo que ha sido un poco tonto por mi parte darle tanta importancia al asunto, pero debes entender que, como una señora que soy, se espera muy poco de mí en el dormitorio. Y últimamente muy poco ha ocurrido allí. Me preocupaba que no me tomase en serio.
Mi marido dejó de reírse y me regaló una sonrisa paternal. Como temía, estaba a punto de complacerme contándome una de nuestras aburridas experiencias en la cama. Pero yo puse un dedo sobre sus labios.
—Antes de empezar, escúchame. Sé que me quieres y estoy convencido de que me respetas. Por esas dos razones, que valoro mucho, creo que debo ser eliminada de esos recuerdos. No estoy buscando una historia de amor romántico, sólo quiero saber cuál ha sido tu encuentro sexual más memorable con una mujer… por muy chocante, lascivo o embarazoso que sea. Sólo te pido que elijas el mejor incidente que puedas recordar y que no intentes ocultarme nada.
Pensé que conocía el significado de todas las expresiones de mi marido, pero nunca había visto ese particular gesto en su cara. Abrió la boca para decir algo y luego volvió a cerrarla.
Me di cuenta entonces de que tenía un recuerdo así. Estaba pensando en él en aquel mismo instante. Mi corazón empezó a latir a toda velocidad. Debía saberlo, tenía que saberlo. Lágrimas reales rodaron por mi rostro entonces.
—Sé que es una petición extraña, pero quiero saberlo.
Por fin, mi marido aceptó, claro, pero te juro que fue más difícil que aquella vez que le pedí una carísima pulsera de diamantes.
Parecía realmente incómodo cuando por fin empezó a relatarme el incidente. Fue una experiencia de su juventud, muchos años atrás. Y mientras me la contaba, no había duda de que estaba diciendo la verdad. Por su expresión, y el ligero temblor en su voz, me convencí de la autenticidad del relato.
Afortunadamente, el asunto no me pareció repelente. Era algo que jamás había hecho con mi marido, ni con ningún otro hombre, y en lo que no estaba particularmente interesada, pero tampoco era algo que un hombre le pidiese jamás a una mujer como yo. Qué curioso que con sólo pensarlo me hiciera sentir un cosquilleo entre las piernas. Sí, había sido una buena idea. Entonces supe en qué piel debía meterme para escapar de mi realidad y disfrutar de las delicias de una existencia completamente diferente… y mucho más pecaminosa.
Le hice a mi marido muchas preguntas sobre el suceso y, después de un rato, especialmente cuando se dio cuenta de que yo no estaba herida o disgustada, empezó a sentirse más cómodo. Contestó a todas mis preguntas satisfactoriamente y me dijo todo lo que sabía de la mujer, aunque era muy poco, ya que sólo la había visto en esa ocasión.
Mi marido no sabía la razón por la que le había pedido una cosa tan extraña y yo le escondí mis intenciones. Quería que todo fuera una sorpresa maravillosa para él.
Y me preparé durante días. Pero cuando todo estaba listo, seguí esperando porque confieso que estaba muy nerviosa.
Entonces, un día, decidí que estaba preparada. Ocurrió casi de forma accidental. Por curiosidad, me había probado la peluca rubia que había comprado para la ocasión y me miré al espejo.
Mi corazón empezó a latir con violencia. Tenía mariposas en el estómago. Sí, estaba preparada del todo.
Me maquillé bien, mucho más de lo que me maquillaría nunca, y tracé una línea de kohl bajo mis ojos que los hacía parecer mucho más grandes. Luego me pinté los labios. Habían pasado casi diez años desde la última vez que me pinté los labios de rojo, pero estaba segura de que nunca había usado ese tono tan llamativo.
No podía dejar de reír mientras me miraba al espejo. Me sentía como una niña usando los cosméticos de su madre… si su madre fuera una mujer ligera de cascos.
Luego me puse unas medias negras. Resulta difícil creer que las mujeres hayan podido soportar estas medias con liguero antes de que apareciesen los pantys. Pero qué delicioso es ponérselas sin braguitas. De nuevo, no podía dejar de reírme. Esperaba no hacer el ridículo riéndome durante toda la escena.
Una copa me habría ayudado, pero estaba decidida a esperar hasta el último minuto… y sólo tomar una. No quería emborracharme después de todo. Quería que mis sentidos estuvieran bien despiertos.
Después de ponerme la peluca, el maquillaje, las medias y unos zapatos de tacón, había terminado. No iba a ponerme nada más. Era como si faltase una parte de mí, porque no soy la clase de mujer que se siente cómoda sin ropa, pero no había marcha atrás.
Como siempre, mi marido llegó a casa a las ocho y me llamó mientras cerraba la puerta. Yo me escondí entre las sombras del salón, con el corazón acelerado. Me llamó de nuevo, pero no contesté. Quería que cada detalle de aquella noche fuese memorable.
Mi marido me llamó por tercera vez y lo oí subir de dos en dos los escalones que llevaban al segundo piso. Entonces empecé a tener miedo. Era casi la misma sensación que tenía de pequeña cuando jugaba al escondite.
Enseguida volví a oír sus pasos en la escalera, esta vez descendiendo. Había cierta preocupación en su voz cuando volvió a llamarme y fue entonces, y sólo entonces, cuando salí de entre las sombras. Él me miró, perplejo. Al principio, ni siquiera parecía reconocerme.
Una nueva emoción me embargaba. Apenas podía respirar mientras mi marido me miraba con la boca abierta. Pero, por fin, la confusión dio paso al entendimiento. Me conocía. Y yo lo conocía a él. Se dio cuenta de lo que quería que hiciera y, por supuesto, yo tenía el guión memorizado.
Mi marido no dijo una palabra mientras se acercaba a mí, mirándome de arriba abajo.
—¿Seguro que quieres hacer esto? —me preguntó.
Tuve que hacer un esfuerzo para no echarme en sus brazos, tan emocionada estaba por su preocupación.
—Eso depende de ti —contesté, en cambio—. Y depende del dinero que tengas.
Era mi voz, pero no sonaba como mi voz.
—Tengo mucho dinero —dijo él, metiéndose en el papel—. Y me han dicho que tú eres la mujer que puede darme lo que quiero.
—¡Por qué no me dices lo que quieres? Entonces te diré si puedo ayudarte o no.
—Tú sabes lo que quiero —contestó él—. Es lo que quieren todos los hombres cuando se acercan a ti. Dicen que es tu especialidad.
—Sí —confesé yo, temblando ligeramente—. Creo que sé lo que quieres.
—Pues entonces, no perdamos más tiempo —murmuró él, quitándose la chaqueta.
Yo podía ver la evidencia de su excitación bajo los pantalones. No recordaba la última vez que lo había visto así. Mientras lo miraba, tenía que hacer un esfuerzo para respirar, de tal forma mi corazón latía. Por fin, quedó desnudo delante de mí. Y estaba erecto… más que nunca.
—¿Dónde me pongo? —le pregunté.
Él miró alrededor como si estuviera viendo por primera vez el salón y, por fin, señaló una pequeña otomana, del tipo que se usa para apoyar los pies.
—Colócate ahí.
Yo pasé a su lado y, al hacerlo, puse en su mano un tubo de lubricante.
—Para lo que quieres necesitarás esto —le dije, intentando hablar como si hiciera aquello todos los días. No quería alejarme del guión, pero sabía que iba a necesitar algo para soportar la molestia de llevar a cabo esta experiencia por primera vez en mi vida.
Me doblé sobre la otomana de la manera lasciva que, imaginaba, lo habría hecho la otra mujer, basándome en la información que me había dado mi marido. En realidad, había practicado la posición innumerables veces cuando estaba sola, probando varios sitios y varias posturas. Y, cada vez, temblaba de deseo al pensar que iba a ser tratada de esa manera.
Mi marido, mientras tanto, estaba preparándose con el lubricante que le había dado. Yo esperé, disfrutando de las extrañas sensaciones que me ofrecía estar en aquella lujuriosa postura. Me preguntaba qué habría sentido la otra mujer esa memorable noche, tantos años atrás. En cuanto a mí, nunca había estado tan excitada.
De repente, sentí a mi marido a mi lado. Él me empujó hacia delante, maniobrando para colocarme exactamente en la posición que quería, como debía de haber hecho con la otra mujer.
Enseguida me tuvo donde quiso, con la cabeza y los brazos en el suelo y las rodillas sobre la otomana, abiertas del todo. En esta posición, mis caderas y mis nalgas se levantaban de la forma más invitadora posible.
Cuando mi marido me agarró por la caderas, preparándome para lo que iba a llegar, de repente todos mis sentidos se despertaron.
Contuve el aliento mientras lo sentía presionando sobre el delicado orificio. Mis nalgas se contrajeron instintivamente, deseando escapar. Pero la posición en la que estaba, y las manos de mi marido, no me lo permitieron. Estaba obligada a permanecer inmóvil mientras él me forzaba a recibirlo. Y, a pesar de mis buenas intenciones, lancé un grito de dolor.
Mi marido se detuvo inmediatamente. No se apartó, sin embargo. Había lágrimas de desilusión en mis ojos. No había esperado aquel dolor.
En ese mismo instante el dolor empezó a desaparecer, convirtiéndose en una ligera quemazón. Aun así, era terriblemente incómodo. Pero, a pesar de la incomodidad y el dolor, me sentía increíblemente excitada. Y no estaba dispuesta a renunciar a la experiencia.
«No puedo parar ahora», pensé. «Además, si ella podía hacerlo, yo también».
Con renovada determinación, arqueé la espalda, empujando mis nalgas hacia arriba todo lo que pude, abriéndome más para mi marido. Él dejó escapar una especie de gruñido y sus dedos se clavaron en mi carne. Avanzaba muy despacio, entrando en mí poco a poco, y me di cuenta por sus gruñidos de que estaba haciendo uso de toda su fuerza de voluntad para controlarse.
Aun así, tuve que morderme los labios para no gritar.
Pero al fin, estaba dentro de mí. La mezcla de sorpresa, excitación e incomodidad no se parecía a nada que hubiese experimentado antes. Mientras me acostumbraba a tener aquello en mi interior casi sentí cierta decepción, tan exquisito había sido ese nuevo aspecto de la intimidad entre mi marido y yo.
Él se apartó un poco y, de nuevo, volvió a empujar hacia delante. Estaba siendo muy cuidadoso para no hacerme daño, pero yo no quería ser yo esa noche. Quería ser ella. Si iba a sentir lo que sintió ella, toda esa ternura tenía que desaparecer.
—¿Te gusta? —le pregunté a mi marido.
—Sí —murmuró él.
—¿Te gusta tanto el mío como te gustaba el suyo?
—¡Más!
Yo estaba acostumbrándome a tenerlo dentro. Seguía siendo terriblemente difícil pero, en cierto modo, eso aumentaba la excitación. Empecé a mover las caderas como recordaba que mi marido había descrito…
—¿Era así como se movía? —susurré.
—¡Sí!
—Le gustaba rápido y fuerte, ¿verdad? —continué yo.
—Sí, le gustaba rápido y fuerte —repitió él, con una voz que era apenas audible.
—Pues hazlo así. Quiero que lo hagas rápido y fuerte.
—Cariño, no quiero hacerte daño…
—No te importaba hacerle daño a ella —discutí yo, levantando las nalgas.
—Ella era diferente.
—Finge que soy ella —lo animé. Y, de repente, empecé a decir las cosas que aquella mujer le había dicho, exactamente como me lo había contado mi marido.
—¡Más fuerte! —grité, moviendo las caderas furiosamente—. ¡Si, así está mejor… para eso me pagas!
En ese momento me daba igual lo que pareciese o lo que mi marido pensara de mí. Era como si de verdad fuese la otra mujer, como si de verdad estuviera esforzándome para darle placer a un completo extraño por dinero. Y mi marido estaba tan perdido en aquella escena como yo. Empezó a moverse contra mí con una violencia que no sabía que poseyera. Y yo, sin vergüenza ninguna, metí la mano entre mis piernas y me acaricié a mí misma.
—¿Qué soy? —le pregunté de repente, deseando oír esas palabras.
—¿Qué?
—Dime lo que soy.
—Eres mi mujer… mi vida…
—¡No! —lo interrumpí yo, frotando descaradamente. No podía parar—. Dime lo que soy.
Él dejó escapar un gruñido.
—Dime lo que soy, lo que le dijiste a ella.
—Zorra —murmuró mi marido. Y después de decir eso dejó escapar un grito, empujando hasta que sentí su miembro estremecerse dentro de mí—. ¡Eres una buena zorra!
Yo cerré los ojos y, en ese momento, sentí el abandono y el exquisito placer de ser una prostituta, pero sin los remordimientos o la soledad que ella habría sentido después.
Más tarde, mi marido me abrazó mientras dormía. Yo no podía hacerlo, estaba demasiado inquieta recordando cada detalle de la escena. No me dolía nada, curiosamente.
Una sonrisa de triunfo apareció en mis labios mientras apoyaba la cabeza en el pecho de mi esposo, que aquella noche había temblado sobre mí como nunca. Él me abrazó, sin decir nada.
Había conseguido saltar las barreras que habían definido durante tanto tiempo mi existencia y con resultados muy placenteros.
De hecho, yo diría que fue todo un éxito. No sólo había descubierto un nuevo placer sino que, en el proceso, había conseguido que mi marido olvidase aquel episodio de su juventud.
Porque, sin ninguna duda, el juego de esa noche había borrado de la memoria de mi esposo aquel otro episodio que tuvo lugar tanto tiempo atrás.
Y en realidad, ¿no había sido increíblemente fácil? Cualquier mujer puede hacerlo. Sencillamente, es una cuestión de cambiar de apariencia… como el proverbial lobo con la piel de cordero.
Aunque en este caso es al revés.
Desde luego, he seguido interpretando de vez en cuando ese papel. Pero debo ir con cuidado… para no olvidar el camino de vuelta.

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